29 abr 2010

No Hay Tumbas Para La Verdad

El tío Hugo cumplió como siempre su palabra y me consiguió el libro que había elaborado la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Yo quería revisar ese informe para ver si encontraba el nombre de mi mamá que estaba desaparecida desde la última dictadura militar. Desaparecida. Como si se hubiese desvanecido en el aire, o se la hubiera tragado la tierra, o esfumado como por arte de magia, según parecía creer mi abuela intentando argumentarme la vida con ositos de peluche aún a mis 17 años.

Aquel día a la salida de clases, le dije a la abuela Esther que me iba a estudiar a lo de un compañero que ella no conocía, pero en realidad me fui al departamento de Rogelio.

Por lo que Rogelio me cuenta de aquella época, todo era subversivo: pensar distinto era subversivo, ser joven era un delito subversivo, hacer el amor antes de casarse era promiscuidad subversiva, cantar las canciones de John Lennon era reproducir modelos subversivos, usar el pelo largo y los jeans desflecados era un modo de mostrarse subversivo. Para mí que creer que todo era subversivo estaba de moda.

Revisé el libro hoja por hoja esquivando las ganas de vomitar que me producía cada relato.

Leyendo sobre los niños arrebatados de su hogar, junto a sus padres, pensé en mi suerte y en mi mamá, abandonándome escondido en el canasto de la ropa sucia. Sólo recuerdo gritos extraños y a ella diciéndome algo mientras me tapaba con manteles y camisas adentro de un cesto de mimbre. ¿Qué sucedió aquella noche? ¿Por qué me dejaron allí? ¿No me habían visto? ¿o en realidad yo no estaba ahí cuando secuestraron a mi madre?.

Los capítulos se sucedían uno al otro sin mermar su asqueroso discurso.

El mate amargo endulzaba la lectura.

Finalmente, en la página 323 encontré el nombre de mi mamá: Ana Calónico de Juarez, 26 años, secuestrada de su domicilio el 21 de septiembre de 1977.

La vista se me acalambró y se resistía a leer. A regañadientes obligué a mis ojos a dar sus saltos decodificando lineas y letras. Eran sólo seis renglones.

Pensé inmediatamente en no volver a dirigirle la palabra a la abuela, porque si ella había recurrido a todos los organismos de defensa de los derechos humanos buscando a mamá, como me había dicho, la habría encontrado hace mucho en esta maldita página 323 igual que yo.

Me sentía brutalmente estafado, pero mi curiosidad iba más rápido que la bronca y seguí leyendo.

Así me enteré que mamá había sido vista en un destacamento militar utilizado como centro de detención clandestino llamado La Perla. Allí la habían torturado con electricidad atada a un elástico metálico luego de ser violada por varios guardias y no se supo más de ella después de que la sacaron en un camión junto a otras dos mujeres. Se presume que fueron arrojadas al pozo de una cantera de cal sin apagar a pocos kilómetros del lugar de cautiverio.

Me floreció un sudor pegajoso en la cara y quedé ciego no sé por cuánto tiempo. Hubiera querido llorar con calma pero la furia se me agitaba en el pecho arremolinándome los rencores y no me dejaba comportar como hubiera sido debido.

¡No tenían derecho a obligarme a olvidar! Yo quisiera pensar en ella y recordar su rostro, su sonrisa. ¡No les voy a perdonar nunca que me mintieran porque ocultarme hasta el más mínimo detalle, es como haberme mentido en todo! ¿Qué se creyeron? ¿Vivieron en mí lo que perdieron?: la abuela a su hija, Rogelio su juventud. Ellos tienen sus recuerdos por asquerosos o tristes que sean, ¿pero yo?.

Me hubiera arrancado los ojos para que dejaran de pincharme las entrañas y empecé a sentir aquella furia incontrolable de hacía unos momentos. Pero justo cuando estaba envuelto en la peor llamarada de odio, vino a mi rescate una luz infinitamente celeste, como un retazo de cielo desperdigando esencias de vida, y se instaló delante mío la sonrisa de mamá, aquella que me perseguía en sueños por las noches.

Ella se plantó frente a mí, en camisón, con su rostro acaramelado de canción de cuna y acariciándome entre el mimbre de aquel viejo canasto, cantó una canción de cuna extraña:


- Botón, botella, soy hija de las estrellas.

Camilita, camilón, mi hijo será gorrión.


Vi su rostro joven y sereno. Recordé sus nanas y las figuras que hacíamos con masa de sal cuando volvía del trabajo. Me acordé de las cuadras que caminábamos juntos desde la guardería a casa, contándome adivinanzas y juegos de palabras que yo trataba de repetir en mi media lengua. Escuché mi voz de niño llamándola "mamana, mamanita", compactando sus nombres, y a ella festejando mi picardía. Sentí su olor a margaritas frescas, su risa de sapo croando hipos que me arrancaban carcajadas, y caricias que ya no quería olvidar.
Su imagen se plantó frente a mi como en una nube de reminiscencias recién cortadas.
Era mi mamá, era ella. Lo supe porque luego de un momento, me recordó aquel: "te quiero con toda mi alma, hijito, lo mejor que tengo para darte es la libertad. No lo olvides nunca." con el que me despidió esa noche de horrores entre el mimbre. Entonces me envolvió un perfume salado de recuerdos devolviéndome la paz.
De a poco, la luz celeste se fue esfumando, desgajadamente. Entonces, recobrado de aromas e imágenes, me tiré en la cama de Rogelio y lloré:

Llore por ella y por mí.
"Ana, mamá, mamana..."
Lloré por los años que nos habían robado.
"Botón, botella, soy hija de las estrellas"
Lloré por sus jóvenes ganas de cambiar el mundo.
"Camilita, camilón, mi hijo será gorrión"
Lloré por las horas de canciones que no escuché ni escucharé.
Lloré por las atrocidades que sufrió.
"Mamá, mamanita"
Lloré por las noches en que traté de justificar mi esencia de huérfano.
Lloré.
Amarga y pausadamente, hasta que los ojos dejaron de dolerme.

Graciela Bialet

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